Cuatro historias de un Elefante — КиберПедия 

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Cuatro historias de un Elefante

2017-09-30 640
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¡AGUA!

Ha empezado goteando[36] y ha permanecido así durante un par de días. No le hemos hecho el menor caso. Ya casi estamos acostumbrados al monótono ruido de las gotas cuando se estrellan en el fregadero.

Pero un día el agua ha comenzado a brotar repentina y abundantemente. Aviso en seguida a un fontanero; pero pasa el tiempo y no llega. El agua me cubre a mí los pies y a Elefante, las pezuñas. Y mientras que aquella situación a mí me irrita, a él lo divierte muchísimo.

El nivel del agua crece poco a poco en el interior de la casa. Los objetos más diversos flotan a nuestro alrededor. Las cosas se ponen verdaderamente mal. Desde un extremo de la sala se puede ver como la mesa de roble emerge en medio como una isla en el océano. Me dirijo hacia ella y allí me siento seguro. Elefante no tarda en seguir mi ejemplo. Ahora los dos permanecemos sobre la mesa como náufragos y esperamos al fontanero.

Al fin llega. Como hombre acostumbrado a estas situaciones, no da importancia a lo que pasa. Se dirige hacia la tubería, que al instante deja de manar[37] agua. Después abre un desagüe en el suelo y las aguas se retiran.

Elefante y yo descendemos de la mesa y recorremos las habitaciones. Libros, lámparas, todo lo que hay allí está empapado.

Al día siguiente sale un sol hermosísimo que derrama sus rayos con generosidad sobre la casa y lleva consigo las últimas aguas.

Cuando, cuatro días después, recibo la factura del fontanero, todo es ya un recuerdo.

 

Preguntas del texto:

1. ¿Por qué Elefante y su amo no han hecho caso al agua?

2. ¿Por qué el amo avisa a un fontanero?

3. ¿Cuál es el nivel del agua en el apartamento?

4. ¿Qué se puede ver desde un extremo de la sala?

5. ¿Dónde se sientan el amo y Elefante para sentirse seguros?

6. ¿Qué hace el fontanero cuando llega?

7. ¿Qué lleva las últimas aguas?

SÓLO UNA METÁFORA

Leo sin demasiado interés un libro, y miro de reojo a Elefante, que se mueve de un lado a otro de la casa. Lo que veo me hace apartar definitivamente el libro y restregar los ojos porque quiero comprender si esto pasa de verdad o no.

Elefante cuando anda deja unas huellas azuladas en las que al instante aparece hierba con algunas florecillas blancas.

Mi amigo Elefante no da ninguna importancia a este hecho extraño. Yo, en cambio, me apresuro a preguntar a quien primero se me ocurre. Esto es un vecino jardinero, que, al examinar[38] los brotes de hierba, sentencia:

− Lleva semillas en las patas. No encuentro otra explicación.

− Pero es que crecen al instante, − insisto yo.

− Bueno, si el suelo es fértil...

− Éste es el piso de mi habitación.

− Pues no sé...

Consulto con varias personas expertas en diferentes materias. Pero nadie se atreve a dar una respuesta excepto el amigo de un amigo, que es filósofo.

− Se trata simplemente de una metáfora, − me explica.

− ¿Una metáfora?

− Sí. Como la del caballo de Atila[39], sólo que al revés. Tu amigo Elefante carece de maldad. La hierba y las flores que aparecen a su paso son sólo eso, una metáfora.

− Pero, − le digo, − es que si siguen así las cosas, tendré que comprar una máquina cortacésped.

− No es así. Un día desaparecerá. Mira, las metáforas son traviesas y a veces escapan. Pero sin duda, encontrarán el camino de regreso...

La metáfora de mi Elefante ha sido realmente muy traviesa, ha vivido un mes con nosotros y después ha vuelto allá donde tienen que estar las metáforas.

 

Preguntas del texto:

1. ¿Qué cosa extraña nota una vez el amo en la manera de andar de Elefante?

2. ¿Cómo explica esta situación un vecino jardinero?

3. ¿Qué dicen otras personas?

4. ¿Quién por fin trata de explicar la situación?

5. ¿De qué se trata, según el filósofo[40]?

6. ¿Por qué a veces las metáforas escapan?

7. ¿Cuánto tiempo ha vivido esta metáfora con Elefante y su amo?

EL CUADRO

Animado por un amigo pintor entré en la tienda y compré todo lo necesario para pintar un cuadro: caballete, colores, pinceles, una paleta, disolventes y dos telas blancas. Lo instalé todo en el salón y dispuse sobre la mesa el motivo que iba a pintar: un frutero con manzanas.

El corazón me latía agitadamente cuando tomé el pincel por primera vez, lo impregné de pintura y lo deslicé por el lienzo. Poco a poco el miedo desapareció, y mis manos empezaron a moverse con más soltura ante la mirada intrigada de Elefante.

Dos días después el cuadro estaba concluido. Me senté frente a él y lo contemplé orgulloso durante unos minutos. De pronto, Elefante se acercó y se llevó en la piel mi cuadro.

− ¡Hay que tener más cuidado! – le grité indignado. − ¡Eres un bruto!

Contemplé con tristeza lo que quedaba de mi cuadro y miré a mi amigo con reproche. Él, a su vez, me miró con tristeza desde detrás del sofá.

Al día siguiente comencé, en la otra tela, el mismo cuadro. Otros dos días de intenso trabajo concluyeron con otra magnífica pintura, aún mejor que la anterior. En seguida llamé a mi amigo el pintor. Él vino y comenzó a exclamar desde la entrada:

− ¡Es maravilloso! ¡Esa simplicidad en la forma! ¡Ese cromatismo!...

Pero de pronto me di cuenta de que no le interesaba mi último trabajo sino el primero que había destrozado Elefante.

Antes de irse mi amigo me dio un consejo:

− Continúa pintando, no lo dejes[41].

Pero no quise seguir su consejo. Si para pintar un buen cuadro hay que contar con otro descuido de Elefante, será muy difícil hacerlo porque ahora mi Elefante procura estar bien lejos cuando yo pinto. Además, parece que el arte moderno ha emprendido caminos que yo no comprendo del todo.

 

Preguntas del texto:

1. ¿Qué compró el amo de Elefante en la tienda? ¿Qué pensaba hacer?

2. ¿Qué tipo de cuadro pintó el amo? ¿Cuándo lo terminó?

3. ¿Qué pasó cuando Elefante se acercó al cuadro?

4. ¿Cuánto tiempo necesitó el amo para terminar el segundo cuadro?

5. ¿Cuáles fueron las impresiones de su amigo pintor?

6. ¿Qué cuadro – el primero o el segundo – le gustó?

7. ¿Cuál fue el consejo que dio al amo?

8. ¿Por qué el amo no quiso seguir este consejo?

LA CAMPANA DEL PRÍNCIPE

El timbre sonó insistentemente. Me apresuré a abrir la puerta.

− Perdón, − me dijo el cartero. – Es que este paquete pesa mucho.

Se lo quité de la espalda y comprendí entonces que quería desprenderse de él cuanto antes[42].

− ¿Está usted seguro de que es para mí? – le pregunté.

− La dirección y el nombre no dejan lugar a dudas. – Me contestó el cartero y se secó el sudor. Después añadió. – Me gustaría saber[43] qué contiene.

− Yo tampoco lo sé, y estoy tan intrigado como usted. Entonces, ¡vamos a ver!

Mi amigo Elefante y el cartero observaron cada uno de los movimientos de mis manos cuando trataba de desatar la cuerda con la que estaba atada la caja.

− ¡Es una campana! – exclamó el cartero.

− ¡Es la campana! – grité yo.

− ¿Pertenece a alguna iglesia?

− No, pertenece al Príncipe.

− ¿De qué país?

− Del océano. El Príncipe es un barco muy hermoso... ¡Ah! También hay una carta.

El cartero se despidió y cuando me quedé solo empecé a leer la carta que decía así:

Querido amigo:

Todas las cosas tienen su principio y su final. Es muy hermoso contemplar cómo un barco abandona el dique seco y toma contacto con el mar por primera vez. Pero el tiempo pasa y los barcos se hacen viejos. Es que nuestro Príncipe ha naufragado. Yo he salvado su campana para ti. Un abrazo, capitán.

Tu contramaestre,

Sergio.

Elefante tomó la campana por su cuenta y la hizo sonar de forma intermitente. Aquel sonido estimuló mis recuerdos: el mar en calma y el mar agitado; los días de camaradería felices e inolvidables; ciudades nuevas y diferentes; los divertidos delfines que buscaban nuestra compañía y los voraces tiburones que nos perseguían; las indiferentes ballenas, mi pequeño camarote y mi gorra azul de capitán.

Pero Elefante pasaba semanas haciendo sonar insistentemente la campana[44] y la repetición de ese sonido en el apacible entorno de la casa acabó por borrar los recuerdos de mis tiempos del mar.

 

Preguntas del texto:

1. ¿Quién llegó un día a la casa del amo y Elefante?

2. ¿Qué trajo el cartero?

3. ¿Qué tipo de campana contenía el paquete?

4. ¿Quién había enviado la campana al amo y por qué?

5. ¿Qué empezó a hacer Elefante con la campana?

6. ¿Cuáles eran los recuerdos que estimuló aquel sonido?

7. ¿Por qué desaparecieron por fin los recuerdos de los tiempos del mar?

 

 

TRES CUENTOS POPULARES

 

UNA APUESTA CON EL DIABLO

Hace muchos años, el diablo se puso a tentar a San Crispín, que era labrador. Para eso, adquirió un campo junto al de San Crispín, y lo sembró. Le propuso lo siguiente: si acertaba con lo que había sembrado, le entregaría[45] su cosecha, pero si no lo acertaba al tercer intento, él se quedaría[46] con la suya. Estaba seguro de que ganaría[47] la apuesta, y de que San Crispín iba a desesperarse y blasfemiar, e iba a entregarle su alma.

San Crispín aceptó, aunque veía la intención del diablo. Sin embargo, cuando empezaron a brotar las plantas en el campo del demonio, se dio cuenta de que no las conocía: y ningún labrador de los alrededores sabía qué era aquello. Pero se le ocurrió una idea. Dijo al diablo:

− Ten cuidado[48] con el campo, porque anoche di una vuelta por allí y vi cerca de tu campo una bestia muy extraña.

Todo el contento del diablo desapareció enseguida, y se propuso velar el campo de noche. En cuanto llegó la noche, se metió San Crispín en un cubo de miel, se revolcó luego en un montón de plumas y se fue al campo enemigo. Su aspecto desconcertaba. Tenía traza de animal, de hombre y de pájaro. Llegó al campo, se agachó, y en cuanto el diablo comenzó la vigilancia, se puso a caminar a cuatro patas, meterse por los surcos y roncar tremendamente. El diablo, que lo vio en la oscuridad, tuvo que santiguarse. Él no sabía que en el mundo había monstruos así. Temblaba de miedo, y empezó a sentirse mal, pero pudo sacar fuerzas para espantar al monstruo:

− ¡Eh, monstruo – gritó, − que me vas a estropear las lentejas[49]!

Y el monstruo, pesadamente, desapareció en la noche.

Llegó el día terrible. El diablo se acicaló para visitar al santo, y se presentó ante él con una arrogancia muy provocativa.

− ¿Sabe usted a qué vengo? – le preguntó.

− Sí, señor.

− ¿Y recuerda usted la apuesta?

− Sí, señor.

− Si a la tercera vez no acierta usted, toda su cosecha es mía. Entonces, ¿qué es lo que sembré en mi campo?

− Lino.

− No.

− Mijo.

− Tampoco.

El diablo bailaba de alegría:

− Por última vez, Crispín; ¿qué es lo que tengo en mi campo?

− ¡Lentejas, hombre, lentejas!

Y el diablo soltó un bufido, y salió más corrido que una liebre.

 

Preguntas del texto:

1. ¿Qué era San Crispín?

2. ¿Qué hizo el diablo para tentarle?

3. ¿Qué apuesta hicieron?

4. ¿Sabía San Crispín o algún otro labrador cómo se llamaban las plantas en el campo del demonio?

5. ¿Qué le dijo San Crispín a su enemigo una vez?

6. ¿Qué hizo San Crispín para convertirse en un monstruo?

7. ¿Qué sintió el diablo cuando le vio?

8. ¿Qué gritó entonces?

9. ¿Cómo se presentó el diablo ante San Crispín el día fijado?

10. ¿Cómo salió el diablo cuando San Crispín dio la respuesta correcta?

 

 

LA NUBE Y LA DUNA

Todo el mundo sabe que la vida de las nubes es muy agitada, pero también muy corta. De esto nos cuenta una historia.

Una joven nube nació en medio de una gran tempestad en el mar Mediterráneo. Pero casi no tuvo tiempo de crecer allí, pues un fuerte viento empujó a todas las nubes en dirección a África.

Pero allí el clima cambió: un sol generoso brillaba en el cielo y abajo se extendía la arena dorada del desierto del Sáhara. El viento las empujó más allá en dirección a los bosques del sur porque en el desierto casi no llueve.

Y como con las jóvenes nubes sucede lo mismo que con los jóvenes humanos, la nuestra decidió desgarrarse de sus amigas para conocer el mundo.

− ¿Qué piensas hacer? – protestó el viento. − ¡El desierto es todo igual y nosotros vamos hasta el centro de África donde existen montañas y árboles deslumbrantes!

Pero la joven nube, rebelde por naturaleza, no obedeció. Bajó de altitud y planeó en una brisa suave cerca de las arenas doradas. Después de pasear mucho, se dio cuenta de que una de las dunas le sonreía. Ella también era joven, recién formada por el viento que acababa de pasar. Y a la nube le gustó mucho su cabellera dorada.

− Buenos días – dijo. − ¿Cómo se vive allá abajo?

− Tengo compañía de las otras dunas, del sol, del viento y de las caravanas que de vez en cuando pasan por aquí. A veces hace mucho calor pero se puede aguantar. ¿Y cómo se vive allí arriba?

− También existen el viento y el sol, pero la ventaja es que puedo pasear por el cielo y conocer muchas cosas.

− Para mí la vida es corta – dijo la duna. – Cuando el viento vuelva[50] de las selvas, desapareceré.

− Yo también – contestó la nube – siento lo mismo. Con un viento nuevo iré hacia el sur y me transformaré en lluvia. Pero éste es mi destino.

− Sabes, aquí en el desierto decimos que la lluvia es el Paraíso. Después de la lluvia quedamos cubiertas por hierbas y flores.

La nube pensó un poquito y dijo:

− Si quieres puedo cubrirte de lluvia. Me gustaría[51] convertirte en un oasis con flores frescas.

− Es una idea muy linda, − repuso la duna – pero si tú transformas tu linda cabellera blanca en lluvia, morirás.

− La amistad nunca muere pero se transforma. Además, quiero mostrarte el Paraíso.

Las primeras gotas empezaron a caer sobre la duna y después de un rato apareció un arco iris. Al día siguiente la pequeña duna estaba cubierta de flores. Otras nubes que pasaban en dirección a África pensaron que allí estaba el bosque y soltaron más lluvia. Veinte años después la duna se convirtió en un oasis que refrescaba a los viajeros con la sombra de sus árboles. Y todo porque un día una nube pequeña no tuvo miedo de dar su vida por amistad.

 

Preguntas del texto:

1. ¿Cómo es la vida de las nubes?

2. ¿Dónde nació una joven nube? ¿A dónde la empujó el viento?

3. ¿Por qué la nube decidió desgarrarse de sus amigas?

4. ¿A quién conoció la nube en el desierto?

5. ¿Cómo es la vida de las dunas?

6. ¿Qué dicen de las lluvias en el desierto?

7. ¿Qué decidió hacer la nube entonces?

8. ¿En qué se convirtió la duna después de la lluvia?

 

 

LOS DESEOS

Había un matrimonio anciano que era muy pobre. Una noche de invierno estaban sentados el marido y la mujer a la lumbre de su tranquilo hogar en amor y compañía. Y en lugar de dar gracias a Dios por el bien y la paz de que disfrutaban, estaban enumerando los bienes de mayor cuantía que tenían otros y que ellos deseaban gozar también.

− ¡A mí en lugar de nuestro huerto pobre me gustaría tener el rancho del tío Polainas! – exclamaba el viejo.

− ¡ A mí en lugar de nuestra casita vieja y sucia me gustaría mucho tener la casa grande y bonita de nuestra vecina! – añadía la mujer.

− ¡ Y a mí me gustaría tener el mulo del tío Polainas!

− ¡ Y a mí me encantaría tener vestidos elegantes y muy de moda como los de nuestra vecina! Mira, marido, ¡quién tuviera la dicha de ver cumplidos sus deseos![52]

Apenas dijo la vieja estas palabras, cuando vieron que bajaba por la chimenea una mujer hermosísima. Era muy pequeña y traía, como una reina, una corona de oro en la cabeza. En la mano traía un cetro chiquito de oro, que remataba en un carbunclo deslumbrador.

− Soy hada Fortunata, − les dijo, − pasaba por aquí y he oído vuestras quejas. Entonces, cumpliré tres deseos vuestros: uno, tuyo, − dijo al marido, − otro, tuyo, − dijo a la mujer, − y el tercero debe ser mutuo, éste último lo otorgaré mañana por la mañana. Hasta allá tenéis tiempo de pensar cuál ha de ser. – Y la bella hechicera desapareció.

El buen matrimonio decidió dejar la elección de deseos definitiva para la mañana y se puso a hablar de otras cosas. Dijo el marido:

− Ayer estuve en la casa del tío Polainas. Estaban haciendo morcillas. Pero, ¡qué morcillas, sabrosas y de primera calidad!

− ¡Asaría una de ellas aquí para cenar![53] – exclamó la mujer.

Y en seguida apareció sobre las brasas una morcilla rica. La mujer la miraba con la boca abierta y los ojos asombrados. Pero el marido estaba desesperado y dijo:

− ¡Tú, mujer, eres más golosa y comilona que la tierra! ¡Por ti hemos gastado uno de los deseos! No quiero hablar contigo, ni comer esta morcilla, ¡que se te pegue a las narices![54]

E inmediatamente estaba la morcilla colgando del sitio indicado. Ahora tocó asombrarse al viejo y desesperarse a la vieja:

− ¡Hay que ver qué tonto eres! Si yo empleé mal mi deseo, al menos fue en perjuicio propio y no en perjuicio ajeno. Ahora sólo quiero quitarme la morcilla de las narices.

− Mujer, por Dios, ¿y el rancho?

− Nada.

− Mujer, ¿y la casa?

− ¡Ni pensarlo!

− Pues qué, ¿vamos a quedarnos como estábamos?

− Sí, es todo mi deseo.

El marido siguió rogando pero nada alcanzó de su mujer que estaba muy desesperada por su doble nariz y apartaba a duras penas al perro y al gato que querían abalanzarsе hacia ella.

Cuando por la mañana apareció el hada Fortunata y los esposos le dijeron cuál era su último deseo, les contestó:

− Ya veis qué ciegos y necios son los que creen que la satisfacción de sus deseos les hará felices. La felicidad está en no tener deseos, pues, el rico es el que posee, pero feliz, el que nada desea.

 

Preguntas del texto:

1. ¿Cómo era este matrimonio?

2. ¿ De qué hablaban una noche de invierno?

3. ¿Qué bienes les gustaría tener?

4. ¿Quién apareció en la chimenea? ¿Cómo era?

5. ¿Para qué vino el hada? ¿Cuántos deseos de los viejos iba a cumplir?

6. ¿De qué se pusieron a hablar los esposos? ¿Qué deseó la mujer?

7. ¿Cuál fue el deseo de su marido?

8. ¿Cuál fue el tercer deseo suyo de ellos?

9. ¿Qué les dijo el hada Fortunata la mañana siguiente?

 

 

RECUERDOS DE INFANCIA

ESA BOCA

El pequeño Carlos tenía gran entusiasmo por el circo. Sus hermanos mayores habían ido dos o tres veces e imitaban minuciosamente las graciosas desgracias de los payasos y las contorsiones y equilibrios de los forzudos. También los compañeros de la escuela lo habían visto y se reían con grandes aspavientos al recordar este golpe o aquella pirueta. Sólo Carlos no sabía que eran exageraciones destinadas a él, a él que no iba al circo porque el padre creía que era muy impresionable y podía conmoverse demasiado ante el riesgo inútil que corrían los trapecistas. Sin embargo, Carlos sentía algo parecido a un dolor en el pecho siempre que pensaba en los payasos. Cada día se le iba siendo más difícil soportar su curiosidad.

Entonces preparó la frase y en el momento oportuno se la dijo al padre:

− ¿No habría forma de que yo pudiese ir alguna vez al circo?[55]

A los siete años toda frase larga y complicada resulta simpática y el padre se vio obligado primero a sonreír, luego a explicar:

− No quiero que veas a los trapecistas[56].

En cuanto oyó esto, Carlos se sintió verdaderamente a salvo, porque no le interesaban los trapecistas.

− ¿Y si yo me voy cuando empiece[57] ese número?

− Bueno, − contestó el padre, − así, sí.

La madre compró dos entradas y le llevó el sábado por la noche. Apareció una mujer de malla roja que hacía equilibrio sobre un caballo blanco. Él esperaba a los payasos. Aplaudieron. Después salieron unos monos que andaban en bicicleta, pero él esperaba a los payasos. Otra vez aplaudieron y apareció un malabarista. Carlos miraba con los ojos muy abiertos, pero de pronto empezó a bostezar. Aplaudieron de nuevo y salieron − ahora sí − los payasos.

Su interés llegó a la máxima tensión. Eran cuatro, dos de ellos enanos. Uno de los grandes hizo una cabriola, de aquellas que imitaba su hermano mayor. Un enano se le metió entre las piernas y el payaso grande le pegó sonoramente el trasero. Casi todos los espectadores se reían. Los dos enanos se trenzaron en la milésima versión de una pelea absurda, mientras el menos cómico de los otros dos les alentaba a gritos. Entonces el segundo payaso grande que era, sin lugar a dudas, el más cómico, se acercó a la baranda que limitaba la pista, y Carlos le vio junto a él, tan cerca que pudo distinguir la boca cansada del hombre bajo la risa pintada y fija del payaso. Por un instante el pobre diablo vio aquella carita asombrada y le sonrió, de modo imperceptible, con sus labios verdaderos. Pero los otros tres habían concluido y el payaso más cómico se unió a los demás en los porrazos y saltos finales, y todos aplaudieron, aun la madre de Carlos.

Y como después venían los trapecistas, de acuerdo a lo convenido la madre le tomó de un brazo y salieron a la calle. Ahora sí había visto el circo, como sus hermanos y los compañeros del colegio. Sentía el pecho vacío y no le importaba qué iba a decir mañana. Serían las once de la noche, pero la madre sospechaba algo y le introdujo en la zona de luz de una vidriera. Le pasó despacio una mano por los ojos, y después le preguntó si estaba llorando. Él no dijo nada.

− ¿Es por los trapecistas? ¿Tenías ganas de verles?

Ya era demasiado. A él no le interesaban los trapecistas. Sólo para destruir el malentendido, explicó que lloraba porque los payasos no le hacían reír.

 

Preguntas del texto:

1. ¿Qué sabemos de Carlos? ¿Cuántos años tenía? ¿Cómo era su familia? ¿Qué le gustaba?

2. ¿Por qué su padre no le dejaba ir al circo?

3. ¿Cómo explicó Carlos al padre su deseo de ir al circo?

4. ¿A qué condición el padre le dejó ir?

5. ¿Cuándo y con quién Carlos fue al circo?

6. ¿Qué vieron en el circo antes de la salida de los payasos?

7. ¿Cómo eran los payasos? ¿Qué hacían?

8. ¿Qué pasó cuando el payaso más cómico se acercó a la baranda y Carlos pudo ver su cara pintada de cerca?

9. ¿Por qué salieron Carlos y su mamá cuando empezó el número de los trapecistas?

10. ¿Por qué lloraba Carlos? ¿Cómo lo explicó?

MALAS NOTICIAS

Una tarde cuando mi papá y yo nos quedamos solos en casa, él me llamó desde la cocina. Como todas las tardes el viejo estaba sentado y tomaba mate.

− Siéntate, − me dijo.

Me acomodé en el banco como de ordinario y empecé a preguntarme cuál sería el motivo de aquella acción tan ceremoniosa. ¿Qué habría hecho yo para que el viejo estuviera tan serio[58]?

− Claudio, − empezó, y eso me preocupó aún más porque el viejo rara vez me llamaba por mi nombre. – Tengo una mala noticia. – Tragué saliva y mi rodilla derecha empezó a temblar. – Ya no eres un chiquitín y creo que hay que decirte las cosas, aun las más tristes.

Y así mi padre, nada menos que mi padre, me expulsó sin más trámites de mi infancia. Cualquiera podía darse cuenta de que yo era un niño, y no importaba demasiado la fecha de nacimiento que figuraba en mi documento de identidad.

Y estalló la noticia:

− Tu madre está muy enferma.

Antes de captar la gravedad de la mala noticia, inevitablemente detecté otra novedad: comúnmente él decía mamá y no tu madre. De todos modos, mi rodilla dejó de temblar. Ya no estaba para esas frivolidades. Durante un rato contuve el aliento. No como un ejercicio de la voluntad[59]; sencillamente, no podía respirar. Sentía que mis pulmones reventaban de aire, pero no conseguía expelerlo. Al fin, lo logré y pude preguntar:

− ¿Se va a morir?

Y el viejo, en tono bajo y con los ojos repentinamente llorosos contestó:

− Sí, se va a morir.

Junté fuerzas para preguntar si ella lo sabía.

− No, sólo sabe que está muy enferma. Cree que puede curarse. Eso es lo que le decimos el médico y yo.

Sentí frío, un frío estúpido y absurdo, pues estábamos en pleno otoño, que es aquí la estación más plácida, y al mismo tiempo comprendí que mis primeras lágrimas calientes bajaban por las mejillas heladas. Algo tenía que hacer y por eso abandoné el banco y me acerqué al viejo. Él dejó por fin el mate sobre la mesa y me abrazó larga, estrechamente. Otra novedad, porque el viejo no era un sentimental y pocas veces me había abrazado.

Durante el abrazo yo sentía sus sollozos, pero recuerdo que no seguían el mismo ritmo que los míos. También recuerdo que el yesquero que él tenía en el bolsillo de la camisa me hacía daño en un hombro, pero por supuesto no dije nada. Cuando se apartó, vi que tenía en la mano un pañuelo blanquísimo, como recién comprado, y con él se secó los ojos, luego secó los míos, y hasta me lo puso en la nariz para que me sonara[60], igual que cuando tenía tres o cuatro años.

− Una cosa te pido, − dijo, − ella no debe saber que tú lo sabes todo. Hay que tratarla como siempre. Claro que eso va a costarte mucho...

Dos horas más tarde, cuando mamá regresó con Elena, mi hermanita, el viejo y yo habíamos recuperado la serenidad, o más bien la máscara de la serenidad. Sin embargo, quizá porque ahora sabía la verdad, percibí por primera vez que mamá estaba pálida, demacrada, con los ojos cansados. Me acerqué y la besé.

− ¿Y eso? – preguntó sorprendida.

− Eso porque estábamos echándote de menos.

Sonrió débilmente y pensé que no era un buen actor. Allá, en el fondo del patio, vi que el viejo descansaba en la sombra.

 

Preguntas del texto:

1. ¿Qué le pasó a Claudio cuando se quedó solo en casa con su padre?

2. ¿Qué le sorprendió al chico en la manera de hablar del padre?

3. ¿Por qué el padre había decidido comunicarle la mala noticia?

4. ¿Claudio se sentía pequeño o adulto?

5. ¿Cuál fue la mala noticia?

6. ¿Cómo reaccionó el chico?

7. ¿Qué pregunta hizo al padre?

8. ¿Qué contestó el padre?

9. ¿Supieron el padre y el hijo controlar sus emociones?

10. ¿Cómo saludó Claudio a su madre cuando ella regresó a casa con su hermanita?

 

 

JULISKA SE PONE TRISTE

Después de la muerte de nuestra madre el viejo contrató a una yugoeslava para todos los quehaceres domésticos. Era una mujer cuarentona, llamada Juliska. Juliska formaba parte de una migración de mujeres eslavas, que huyendo de la miseria y otras bagatelas, llegaban en los años treinta en barco a Montevideo.

A Elenita y a mí nos trataba con bastante severidad y un rudimentario castellano, cuya confusión de géneros derivaba en un involuntario efecto humorístico. Sus caballitos de batalla eran frases como ésta[61]: “¿Qué diría madre tuya si te viera[62] con el camiso sucio?” Pero madre mía ya no estaba.

Nunca había visto llorar a Juliska. Ella tenía una excepcional vitalidad, una gran energía y actividad.

Pero aquella vez la encontré llorando, en el patio, y estaba tan recluida en su tristeza que no se dio cuenta de que yo había entrado en la casa, normalmente sin gente a esa hora de la tarde. Le puse una mano en el hombro y la pobre dio un salto, sorprendida y sobre todo avergonzada.

− ¿Qué ocurre, Juliska? ¿Te duele algo? – pregunté.

Juliska estalló en sollozos aún más desconsolados. De pronto se contuvo y me dirigió una mirada que convocaba la compasión.

− ¿Me das permisa para darte una abraza?

− Pero, Juliska, por favor. − Y la abracé. Y este gesto provocó nuevos sollozos.

Volví a preguntarle qué ocurría, si le dolía algo.

− ¡El almo me duele! ¡Eso es lo que me duele!

En esta ocasión, extrañamente, su humor involuntario no me hizo gracia. Verdad que era imposible reírse de aquella congoja desenfrenada.

− ¿Tuviste alguna mala noticia de tu país?

Juliska negaba con la cabeza:

− Toda es muy rara. Nunca tení antes esta tristeza.

Le traje una silla y le alcancé un vaso de agua. Ya no sabía qué hacer. Me di cuenta de que tenía que solucionar con urgencia este problema, porque de lo contrario yo mismo iba a empezar a llorar y eso me iba a desprestigiar ante Juliska, porque uno de sus dogmas había sido siempre: “Las hombras no lagriman”.

Por fortuna, su confidencia empezó antes que mi llanto. Reconocía que estaba desorientada, que se hallaba a gusto con nosotros como con “familio mío”, pero le había entrado una nostalgia terrible de su tierra. Quiso recordar el gusto de sus frutas silvestres, el olor del campo cuando anochecía, el rostro de su madre, el canto del ruiseñor, las ondas verdiazules del lago Skadar, el firmamento como un techo. Morriña clásica, diagnostiqué.

− Aquí también hay cielo, − sentí la necesidad de aclararle.

− Sí, − balbuceó, − pero demasiados estrellos. No parece techa, parece teatra.

Le pregunté si lo que quería era volver a su país. Pero dijo que no, de ninguna manera, porque iba a echar de menos Uruguay, sus playas y su gente.

− No es nada, − aclaró, − no decir nada a señor papá y a señorita Elenita. Yo soy un poquito loca. Mañana estar contentísima. Nostalgia de Montenegro[63], pero no por eso viajar a Montenegro para sentir allí nostalgia de Montevideo. ¿Tú comprender?

Yo comprender. De todos modos, noté con asombro que su castellano estaba mejorando. Evidentemente, en su caso la tristeza estaba cumpliendo una función docente. De pronto se me encendió una lamparita. Le pregunté cuántos años tenía. Me tomó una mano y con su dedo índice dibujó en mi palma un 52.

Entonces sentí un gran alivio. El problema era que Juliska acababa de cumplir cincuenta y dos y claro que con la edad y al extranjero la nostalgia se hace más profunda.

 

Preguntas del texto:

1. ¿Quién era Juliska? ¿Qué hacía en la casa de Claudio?

2. ¿Cómo y por qué llegó a Montevideo?

3. ¿Cómo trataba a los niños?

4. ¿Qué de especial tenía su manera de hablar?

5. ¿Por qué Claudio se sorprendió al ver llorar a Juliska?

6. ¿Qué le preguntó? ¿Cómo trató de consolarla?

7. ¿Qué le dolía a Juliska?

8. ¿Por qué, según Claudio, su llanto iba a desprestigiarle ante Juliska?

9. ¿Cómo explicó Juliska sus lágrimas y su estado emocional?

10. ¿Se sentía bien en Montevideo?

11. ¿Qué, según el chico, era la causa de la nostalgia profunda de Juliska?

CON LOS OJOS CERRADOS

Tengo solamente ocho años, pero cada día voy a la escuela. Y aquí empieza la tragedia, pues debo levantarme bien temprano porque la escuela está bastante lejos.

A eso de las seis de la mañana mamá empieza a despertarme y a las siete estoy sentado en la cama estrujándome los ojos. Entonces todo tengo que hacerlo corriendo: ponerme la ropa corriendo, llegar hasta la escuela corriendo y entrar corriendo en la fila pues ya ha tocado el timbre y la maestra aparece en la puerta.

Pero ayer fue diferente ya que la tía Grande Ángela debía irse a Oriente[64] y tenía que coger el tren antes de las siete. En casa se formó un alboroto enorme y con todo eso no me quedó más remedio que despertarme. Y, ya que estaba despierto, pues, decidí levantarme. La tía Grande Ángela, después de muchos besos y abrazos, se marchó y yo salí en seguida a la escuela, aunque todavía era bastante temprano.

No tenía que ir corriendo y andaba bastante despacio. Cuando fui a cruzar la calle me tropecé con un gato que estaba acostado en la acera. Lo toqué con la punta del pie pero no se movió. Al agacharme junto a él pude comprobar que estaba muerto. Seguramente lo había atropellado un coche. Era un gato grande y de color gris que sin duda no tenía ningún deseo de morir. Pero no se podía hacer nada y seguí andando.

Como todavía era temprano llegué a la dulcería donde siempre había dulces frescos y sabrosos. Había también dos viejitas en la entrada con las manos extendidas pidiendo limosnas. Solía darles una o dos monedas. Pero ayer sí que no pude darles nada porque mi peseta de la merienda la había gastado en pasteles de chocolate. Por eso salí por la puerta de atrás para que las viejitas no me vieran[65].

Ya sólo me faltaba cruzar el puente, caminar dos cuadras y llegar a la escuela.

En el puente me detuve un momento porque sentí una algarabía enorme allá abajo, en la orilla del río. Un grupito de muchachos tenía acorralada una rata de agua en un rincón; la acosaban con gritos y pedradas y la rata corría de un extremo al otro. Por fin, uno de los muchachos cogió una vara de bambú y golpeó la rata con fuerza. Los otros la tomaron y la arrojaron hasta el centro del río. La rata muerta no se hundió. Siguió flotando bocarriba hasta perderse en la corriente. Y yo me eché a andar.

“Bueno, − me dije, − qué fácil es caminar sobre el puente. Se puede hacerlo hasta con los ojos cerrados, pues a un lado tenemos las rejas que no nos dejan caer al agua, y del otro, el contén de la acera”. Y para comprobarlo cerré los ojos y seguí caminando. Al principio me sujetaba con una mano a la baranda del puente, pero luego ya no fue necesario. Estoy seguro de que con los ojos cerrados se puede ver muchas cosas, y hasta mejor que con los ojos abiertos...

Y con los ojos cerrados me puse a pensar en las calles y en las cosas, sin dejar de andar. Y vi a mi tía Grande Ángela que llevaba un vestido largo y blanco. Y me tropecé de nuevo con el gato en el contén. Pero esta vez, cuando lo rocé con la punta del pie, dio un salto y salió corriendo. Estaba vivo y se asustó cuando lo desperté. Seguí caminando con los ojos bien cerrados y llegué de nuevo a la dulcería. Como ya había gastado mi última peseta de la merienda no podía comprar ningún dulce y me conformé sólo con mirarlos. Estaba así mirándolos cuando oí dos voces que me preguntaron: “¿No quieres comer algún dulce?” Las dependientas eran las dos viejitas que siempre estaban pidiendo limosna a la entrada. No supe qué decir. Pero ellas adivinaron mis deseos y me regalaron una tarta grande de chocolate y de almendras. Cuando iba por el puente con la tarta grande en las manos, oí de nuevo el escándalo de los muchachos. Y (con los ojos cerrados) los vi allá abajo, nadando apresurados hasta el centro del río para salvar una rata de agua, pues la pobre estaba enferma y no podía nadar. Los muchachos sacaron la rata temblorosa del agua y la depositaron sobre una piedra. Entonces los fui a llamar para comer juntos mi tarta grande.

Palabra[66] que los iba a llamar y hasta levanté las manos con la tarta... Pero entonces, “puch”, me pasó el camión casi por arriba en medio de la calle que era donde sin darme cuenta, me había parado.

Y aquí estoy con las piernas blancas con el esparadrapo y el yeso. Tan blancas como las paredes de este cuarto, donde sólo entran mujeres vestidas de blanco para darme un pinchazo o una pastilla también blanca. Lo que acabo de contar no es mentira: sí que se puede ver muchas cosas con los ojos cerrados.

 

Preguntas del texto:

1. ¿Cuántos años tiene el pequeño protagonista? ¿Ya va a la escuela?

2. ¿Cómo pasa su mañana de ordinario?

3. ¿Por qué ayer fue diferente?

4. ¿Con quién se tropezó el chico cuando fue a cruzar la calle? ¿Qué le había pasado al gato?

5. ¿Quiénes siempre estaban a la entrada de la dulcería? ¿Por qué el chico no les dio dinero aquella mañana?

6. ¿Qué hacían los muchachos en la orilla del río?

7. ¿Por qué, según el niño, era fácil caminar por el puente con los ojos cerrados?

8. ¿Qué “vio” con los ojos cerrados?

9. ¿Qué le pasó en el momento cuando iba a llamar a los muchachos para comer juntos la tarta?

10. ¿Dónde está el chico ahora?

EL PÁJARO DEL BIOMBO

Uno de los recuerdos de mi infancia es el invernadero de la casa de mis padres. Nuestro invernadero estaba lleno de plantas preciosas, helechos, jacintos y palmeras de variedades increíblemente diversas, que mamá cuidaba y contemplaba mucho. Teníamos también un naranjo enano que, desde su orondo macetón, nos obsequiaba con frutas algo desabridas, cierto, pero no por eso menos codiciadas. “Esas naranjas son para mirarlas, hijitos; no para comerlas, − nos decía mamá. − ¡Tan lindas, asomadas por entre las hojas oscuras!”

También los peces, en su enorme pecera redonda, eran sólo para mirarlos. Y hasta los canarios, con sus alas pajizas y los ojillos negros eran más bien para la vista. Cuando se ponían a cantar como locos, a mamá le daba la jaqueca. “Mamá, − solía decir, − los pájaros del biombo me gustan más, porque, ¿sabes?, ésos no cantan”. En el invernadero había un biombo de laca con mandarín y muchísimos pájaros, volando, posándose, parados en las ramas de los árboles extraños. “Sí, pero tampoco se mueven, − me respondía ella. − ¿Tú ves? ¡Siempre igual!”

Detrás del biombo era donde ella guardaba sus avíos de pintura, el caballete, la paleta, el estuche de los colores y los pinceles. Mamá sabía pintar muy bien. Y para nosotros, verla pintar era una fiesta.

Un día, encontré una tablita de madera fina, muy bien pulimentada; y claro está, me apoderé de ella. “¿Para qué puede servir?” – preguntaba a mi hermanito Quique. Además de linda, la tablita era mágica: no tenía uso conocido... De repente se me ocurrió una idea. “Mira, mamá, lo que he encontrado. ¡Qué tablilla tan bonita! Tan bien recortada y tan lisa”. Mamá, distraída y un poco perpleja, le daba vueltas a la maderita. Y yo me atreví por fin: “Oye, mamá, ¿no crees que podrías pintarme aquí, en esta tablilla, alguna cosa para mí?” “Ya veremos”, − dijo y yo escuché esta palabra como una promesa.

Al día siguiente, a la hora del desayuno, que siempre nos servían en el invernadero, lo primero que hice fue preguntar a mamá si iba a pintarme algo en mi tablilla mágica. Después de examinar otra vez la tablilla, mamá preguntó:

− ¿Qué te pinto aquí?

− Un pájaro, − fue mi respuesta preparada.

− ¿Un pájaro? ¿Qué pájaro?

− Un pájaro del biombo, el gorrión.

− Y yo, − dijo entonces Quique, − también voy a buscar una tablilla para que me pintes[67] otro pajarito a mí.

Con mucho esmero mamá sujetó el trozo de madera sobre un cartón, colocó el cartón en el caballete, y en seguida embadurnó de pintura blanca la tablita, explicándome que ésa era la imprimación, necesaria para impedir que luego se reseque el óleo[68]. Y añadió que hasta el día siguiente no se podía empezar a poner colores sobre el fondo blanco...

Al mismo tiempo Quique buscaba por toda la casa una tablita igual a la mía, o parecida, para que mamá le pintara[69] otro pajarito. Lo que pudo encontrar fue una caja vacía de cigarros habanos. Le quitó la tapa, sacó meticulosamente los clavitos, y luego la puso en remojo para despegarle la etiqueta. A la mañana siguiente le mostró a mamá una lámina de oloroso cedro y ella le respondió lo que yo ya sabía: que esa madera era demasiado esponjosa; había que buscar otra mejor. Pues ésa chuparía la pintura, etc., etc.

Al fin mamá se instaló frente al biombo y dio comienzo a su obra.

Yo estaba seguro de que mamá sería capaz de copiar muy bien aquel gorrión tan gracioso, que parecía dispuesto a dar un saltito; pero, seguro y todo, la observaba con ansiedad...

Apenas podía creer mis ojos. En comparación con el pájaro que iba adquiriendo vida en la tablilla, el modelo del biombo parecía anodino, convencional, frío. Los colores que el pincel iba poniendo en mi tablilla eran cálidos como el cuerpecillo mismo del ave.

− ¡Mamá, qué maravilla! ¡Mucho más bonito que el modelo!

− ¿Te gusta?

− Mucho, muchísimo; pero dime una cosa, mamá: cuando la pintura se seque[70], ¿no perderá ese brillo? – Era mi miedo.

Me tranquilizó ella:

− Tú verás: daremos una mano de barniz al terminarla, y así conservará siempre el brillo.

Lleno de felicidad aquella noche debí de caer en la cama como un plomo. Cuando por la mañana me levanté y corrí al invernadero, ya estaban allí mamá y Quique tomando el desayuno. Pero antes de sentarme a la mesa me acerqué a echarle una mirada a mi pajarito.

− ¿Qué te pasa?, ¿qué te pasa, hijo mío? – me gritó mamá, demudada, a la vez que se precipitaba hacia mí.

No sabré decir si yo, antes, había proferido un grito, pero ahora no podía hablar: estaba como estupefacto. Mamá echó una mirada al caballete, y pudo ver entonces lo que yo había visto: una raya, marcada con un clavo o punzón, recorría desde lo alto de la tablilla el cuerpo de mi pájaro.

− Pero, ¿quién puede haberlo hecho? – exclamó mamá con la voz alterada.

Entonces yo empecé a sollozar: “Mamá, mamá, mamá.” Los sollozos me ahogaban. Ella, con un tono tan apagado, tan desolado que me extrañó en medio de mi aflicción, me dijo:

− Mira, hijito, esto no es nada, ¿sabes? Esto se arregla en seguida, vas a ver.

− Pero el pájaro nunca será igual...

− Sí, tonto, sí. Quedará igualito que antes. Exactamente igual.

Yo me daba cuenta de que eso era para consolarme; que no, que ya no podía quedar como antes.

¿Quedó como antes? Es curioso que no consiga acordarme[71] de nada más relacionado con la tablilla. Supongo que de repente perdí interés en ella. Tampoco mi madre siguió pintando. Y de ahí en adelante ya nunca volvió a tener holgura ni gusto para ese agradable pasatiempo.

 

Preguntas del texto:

1. ¿Qué parte de la casa recuerda muy bien el protagonista? ¿Cómo era?

2. ¿Qué tenían en el invernadero además de las plantas?

3. ¿Cómo era el biombo de laca?

4. ¿Cuál era el pasatiempo preferido de la madre de los niños?

5. ¿Qué encontró una vez el protagonista?

6. ¿Qué decidieron pintar en la tablita?

7. ¿Qué hicieron con la tablita el primer día del trabajo?

8. ¿Cuál fue la preocupación más grande de Quique aquel día?

9. ¿Qué tipo de tablita encontró él y por qué no sirvió para la pintura?

10. ¿Le gustó al chico la pintura de su mamá?

11. ¿Qué pasó a la mañana siguiente?

12. ¿Terminaron la pintura?

13. ¿Quién habría podido estropear la pintura?


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